Saint Exupery en Argentina

24.06.2020

La sensación de volar siempre ha intrigado a los hombres. Pero a comienzos de siglo, solo los más valientes se animaron a seguir a los pájaros, volando en primitivas maquinas con alas de metal, no muy confiables, en búsqueda de la aventura. El francés Antoine de Saint-Exupéry fue uno de aquellos que con osadía y pasión llevaron a la aviación al siguiente nivel. Llegó a la Argentina el 12 de octubre de 1929. Tenía veintinueve años, era alto pero muy robusto (al borde de la gordura), algo torpe en sus movimientos, además de socialmente tímido y con un caminar cuya marcha ondulante se semejaba a la de un oso. Poco agraciado, ya a los veintinueve años se le caía el pelo. Pero le bastó pisar Buenos Aires para conocer al amor de su vida: Consuelo Suncín, la que luego sería la rosa de sus cuentos.

Antoine y Consuelo
Antoine y Consuelo

Esa misma noche la invitó a volar. Venciendo los temores de Consuelo, fueron al aeropuerto de Pacheco, montaron en el Laté 24 (tenía dos asientos, para el piloto y el copiloto) y mientras sobrevolaban el río de la Plata y la ciudad iluminada, él le dijo:

-O usted me da un beso o nos estrellamos los dos...

Y pronto estaban casados.

Antoine en su nave
Antoine en su nave

A Saint Exupéry no le gustaban las ciudades. Amaba, en cambio, los paisajes que veía desde lejos como el desierto, el mar o la cordillera. Íntimamente, se consideraba un ser ajeno al planeta, un paseante de otro astro. Por eso estuvo un breve tiempo en Buenos Aires bajo contrato de la Aéropostale, una compañía francesa privada que procuraba quedarse con un gran negocio de la primera posguerra: el correo aéreo. Es que, tras la primera guerra mundial el mundo estaba lleno de aviones, de fábricas de aviones, de ingenieros y pilotos disponibles para que el transporte por aire se difundiera en cada rincón de la tierra. Fue entonces el fundador y primer piloto de la Aeropostal Argentina, la primera compañía de aviación del país. Esta línea estaba dedicada al transporte de correspondencia, el negocio de la época, aunque también llevaba, esporádicamente, pasajeros. El primer vuelo se realizó el 20 de octubre de 1929, entre Buenos Aires y Comodoro Rivadavia.

La impresión que le causaron los paisajes patagónicos aparece plasmada en su correspondencia. Leemos lo que escribe en una carta a su madre, intentando describir estos lugares desde el cielo:

¡Qué bello país y cómo es de extraordinaria la Cordillera de los Andes! Me encontré a 6500 metros de altitud, en el nacimiento de una tormenta de nieve. Todos los picos lanzaban nieve como volcanes y me parecía que toda la montaña comenzaba a hervir...¨

Todavía queda el hangar que él mandó a levantar para guardar a los aviones del viento y del frío en lo que fue el primer intento de establecer una línea aérea en la Argentina. Ese galpón ha cumplido noventa años y es el único original que queda en el país de aquella aventura y pertenece hoy al aeroclub de Rio Gallegos. Es como un tesoro de la aviación heroica, y el refugio histórico de muchas cosas: de la aventura de volar, de la proeza de ganarle la pelea comercial a los barcos, de la temeridad de los pilotos y de la presencia de un hombre que sería acaso, unos pocos años después, el francés más famoso del siglo XX, el jefe de todo ese grupo de audaces pilotos que se llamó Antoine de Saint-Exupéry.

Antoine en Rio Gallegos
Antoine en Rio Gallegos

Ese hangar parece hablarnos de historias románticas. Pongámonos en la época: la aviación comercial todavía balbuceaba. El 31 de marzo de 1930 Saint-Exupéry inauguró los vuelos de la compañía Aeropostal. Todo el pueblo de Río Gallegos lo recibió como héroe o tal vez como un ser de otro planeta, porque volar era una extravagancia y una experiencia dura y riesgosa para los pilotos. Los vuelos eran sin instrumento, se hacían siguiendo la costa marítima, en aviones muy livianos de madera y tela, extremadamente sensibles a las condiciones climatológicas. La vestimenta era de cuero, con antiparras, con la cabina al aire libre, bufandas, pullover. Requerían mucho abrigo. No había calefacción, era puro coraje.

El viento furioso y huracanado era el villano de esta película. Llegaba a dar vuelta los aviones e impedía a veces aterrizar el avión y tocar tierra, lo mantenía en el aire. Aún hoy en día es difícil aterrizar en esa ciudad. En aquellos años, había una técnica para detener al avión. Se designaba soldados que iban con unos alambres largos y unos ganchos en las puntas. Cuando descendía el avión ellos tenían que ir corriendo a la par y engancharlo de unas arandelas que tenían en las puntas de las alas y con eso ayudar a frenar al avión. Aquellos héroes, los pilotos temerarios de aviones primitivos y frágiles, salían sin saber si volverían.



Sus funciones no se limitaban a los vuelos comerciales sino que también efectuó vuelos de reconocimiento, rondas de inspección y raids hasta Tierra del Fuego. Muchos de estos vuelos cotidianos, de 18 horas de duración, se realizaban de noche, lo que lo inspiró para comenzar a escribir, entre dos misiones, "un libro sobre el vuelo de noche", el que será finalmente Vuelo Nocturno, inspirado en la Patagonia Argentina.

Me encontraba en Argentina como en mi propio país. Me sentía un poco vuestro hermano y pensaba vivir largo tiempo en medio de vuestra juventud tan generosa..."

Aquí, el conde Saint Exupery se descubrió a sí mismo. Entendió que su niño interno podía expresarse libremente en nuestras tierras y se afianzó en sus obsesiones: volar y escribir. Contribuyó de manera decisiva al desarrollo de la aviación civil argentina. Escribió una novela. Conoció y se enamoró de la mujer que lo acompañaría hasta el fin, en las buenas y en las malas, en la pasión exaltada y en la mutua destrucción. Su destino lo hizo volar a otros rumbos, a defender los colores de su patria, pero es Rio Gallegos la ciudad que conserva su casco y sus antiparras de cuero.

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